9 Enero – 31 Enero´13

Maureen Gubia: El folq nórdiqo como fuzzy logic

La aparente transparencia del proyecto pictórico de Maureen Gubia no delata el ritmo pausado de un proceso que ha demandado casi dos años en ver la luz desde que nos sentamos a conversar, en nuestro primer encuentro, alrededor de un cúmulo de dibujos, pinturas y acuarelas. El material acusaba una factura caracterizada por el empleo de disoluciones, una pincelada nerviosa que conformaba formas arremolinadas o que se solazaba en procurar deleitantes “accidentes”, como si fuesen arabescos, todo potenciado por juegos cromáticos intensos, artificiales y metamorfósicos que a ratos podían rozar lo alucinante. Las composiciones hacían un curioso uso del fragmento, de la mutilación y de incómodos encuadres. En resumen su trabajo se afincaba en una gramática de estilo despojada de las convenciones de representación al uso en el medio local. Definir lo que vi considerando las complejas encrucijadas de la cultura actual equivaldría a una suerte de fauvismo indie con sensibilidad pop en atmósfera gótica. O algo así.

Por otro lado, mas allá de lo formal, el conjunto de obras que al fin se reunieron para esta muestra asume sin ambages modos de expresión que venían cobijando a la artista bajo un ahora inoperante status de outsider, considerando la apertura actual de la escena hacia posibilidades cada vez más diversas. El término en sí me resulta hoy en día problemático cuando la marginalidad en el mundillo cultural ecuatoriano ha sido asumida voluntariamente por algunos, como un valor de relaciones públicas con toque criollo, o aparejada a cierta charlatanería vocinglera y agresiva, con tufo a segunda venida del decadentismo, aplicada como herramienta de posicionamiento en el mapa de la “clase creativa”. En suma, como ideología, y como símbolo de identidad que teatraliza protocolos desgastados para sugerir pureza y autenticidad. Algunos creadores pierden de vista el hecho de que no se puede canalizar “necesidades del interior” de manera “espontánea”, “libre” o “natural” si al hacerlo emplean convenciones culturales preexistentes.

Autodidacta, podemos descubrir el ensimismamiento de Gubia en la invención de un léxico propio con que titula sus pinturas o, inclusive, en las cualidades autistas y desestructuradas de su música: en esos susurros, gemidos primarios y en aquel charango deliberadamente destemplado que nos hacen reparar en el carácter reservado de la experiencia estética que comparte, y en los patrones privados de pensamiento que le da cuerpo. Se hace evidente entonces que, como espectadores, solo la empatía puede salvar en algo esa inabarcable distancia.

La artista, quien desde sus inicios asumió una identidad desdoblada de su apellido de nacimiento, fue tomando distancia en su trabajo de los repertorios simbólicos que se desprenden de su álbum familiar. Reelaboró aquellas imágenes con una personalísima visión por algunos años, como si hubiese decidido reprocesar su experiencia biográfica, distorsionando selectivamente la objetividad aplastante que captaba la lente fotográfica, favoreciendo miradas donde cobran vida las formas caprichosas que adquiere el recuerdo.

Ya en aquella serie se hacían evidentes los matices terapéuticos inmersos en su desarrollo, la manifestación de lo reprimido, de lo oscuro y particularmente de lo siniestro, que ahora se traslada a imaginarios sociales más amplios (ojalá su trabajo se libre de lecturas que mistifiquen lo psicobiográfico). Gubia aplica ahora su procedimiento de inquietante de-figuración a un conjunto de imágenes publicadas en revistas de cotorreo en torno a la realeza europea; al hacerlo no abandona sin embargo ni la perspectiva íntima ni los acentos intuitivos que privilegia en su abordaje.

Aunque la artista se afirma en el azar y en la ambigüedad temática e interpretativa, el nuevo ciclo pictórico supone un desplazamiento hacia lo extraño y hacia lo extravagante en los ideales y modos de representación de la monarquía, que tienen dentro de la historia del arte una narrativa importante. Existe un clima de ensueño en la obra que se tuerce hacia la pesadilla, donde los protagonistas, en ocasiones aparentando estar inmersos en una nube melancólica, reflejan una quietud que tensa la realidad física como eco de la psicológica, con todas sus complejidades.

La fascinación por el oropel, el poder, la elegancia y el lujo que envuelve a estos personajes retratados en poses que han devenido en estereotipo, se transforma en sus pinturas con un giro hacia lo grotesco. La imagen de perfecta felicidad y voluptuosa calma se pone en suspenso, dando paso a retratos anónimos estéticamente deformados o anímicamente atormentados, donde se degrada la opulencia visual e histórica a un estado que encierra intrigas, enigmas y tragedia permanente. Donde se trueca la riqueza del lifestyle y el joie de vivre por el enmascaramiento y la purga de diván.

La obra de Gubia comunica afectivamente desdibujando a sus personajes, reinventando sus rostros, desarreglando sus ademanes. Desde su perspectiva el realismo “es redundante y sin sorpresa”, por ello su caligrafía amanerada se convierte en un modulador emocional, que torna a ratos lo inocente en monstruoso. Al indisponer la imagen común y habitual nos traslada a un plano de percepción totalmente incierta, donde se revela un halo perturbador que es, simultanea y paradójicamente, extremadamente bello y espeluznante.

Hal Foster en un ya clásico ensayo titulado “La Falacia Expresiva” (Art in America, enero 1983) demostró que el expresionismo es tan solo una fabricación más, y no un descubrimiento que rompe con la representación. Con su empleo se afirma la presencia del artista (en sus marcas y trazos) evadiendo la realidad del mundo exterior en favor del mundo interior codificado por lo simbólico. Ante esto, al espectador le queda una respuesta subjetivista donde “frecuentemente, esta ambivalencia se reduce como mítica o psicológica”. Pero la supuesta “inmediatez” es tan solo un efecto, una proyección del espectador.

Por ello no hay que equiparar los gestos pictóricos de Gubia con una expresividad cliché sinónimo de sus “sentimientos”, ni necesariamente adscribirlos a una “herida invisible”, sino entender que son una forma retórica más, empleada para evadir la literalidad en el empleo de sus referentes, y así convertirlos en un campo de sugestiones ingrávidas, despojados de su calidad de cita.

Luego de un período intenso en la escena local caracterizado por un corpus importante de trabajo que echó mano de las herencias conceptuales, de usos selectivos, instrumentales o estratégicos de los lenguajes de la tradición plástica, puede perderse de vista las circunstancias que estimulan el surgimiento del nuevo espacio que se abre para lo painterly. Un nicho de obras que prescinden de agendas de significación grandilocuentes o contextualmente activas (una constelación donde puedo situar a Noboa, Valdez y al Falconí reciente) fruto de sintonías globales, de cierta necesidad de goce, y de un afán por manifestar destrezas que declaren en clave experimental un romance con la materia pictórica que cíclicamente muere y renace. No debemos implicar frivolidad en el resultado de esta ecuación, sino más bien andar atentos a la profundidad potencial que puede surgir de la sugerencia y el juego, y a las derivas culturales que puede exteriorizar (¿un continuo proceso de alienación? ¿un “yo” que se extraña? ¿una renovada centralidad para la individualidad en la pintura?).

El reto en este tipo de arte, tan resuelto a expresar intimidad en esas emotivas pinceladas, es no caer en el narcisismo ni en el vicio que desgasta el lenguaje (la fórmula). De esta forma aquellas realidades, que desdibujan y recargan los horizontes de significación de las imágenes comunes, no se quedarán en el mero solipsismo de un lenguaje privado, sino que podrán alcanzar densidades simbólicas inusitadas.

En mi segundo encuentro con la artista, coincidiendo con ella en un ambiente más distendido, le pregunté sobre el tipo de música que más escuchaba. «Folk nórdico», contestó lacónica, como que nada. Y para mí, de repente, dentro de una lógica borrosa, todo lo que tenía que ver con su práctica y su personalidad encajó e hizo sentido: si bien el particular proceso de percepción subjetiva de Gubia nos confronta con la imposibilidad de traducir con claridad ciertas fases de introspección, la seducción de los resultados nos invita a disfrutar desprejuiciados de un conjunto de motivaciones que nos desborda.

Esto es posible porque presentimos claramente que su trabajo no es una impostura, y esto lo digo luego constatar que posee una serie de atributos que no siempre detecto en todos los productores de obras: para ser artista no solo se debe saber “hacer” arte, sino ser portador de una necesidad que brota tanto de una inquietud intelectual como de un compromiso con la actividad convertidas en características vitales. Por ello el camino para que madure el rigor investigativo, la profundidad simbólica y el dominio técnico está trazado decididamente para esta artista.

Rodolfo Kronfle Chambers
Península de Santa Elena, 30 de diciembre de 2012

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