20 Agosto – 16 Septiembre 2008

Gabriela Cherrez – Graciela Guerrero – Lorena Peña

Esta muestra reúne el trabajo de tres jóvenes artistas cuyo trabajo ha sido premiado dentro de diversas convocatorias nacionales. Se ha provisto aquí la oportunidad a las autoras de profundizar en la exploración de sus propuestas individuales, al tiempo que se permite al espectador una aproximación descontaminada del carácter competitivo de sus participaciones en estos eventos.

El título de la exposición alude tanto a esta revisita como al uso que las artistas hacen de imaginarios pre-existentes que se asumen de manera estable o indiferente por la mayoría de personas…imágenes por donde ellas van a pasar su mano a contrapelo, mediante formas de mirar, entender y abordar lo familiar, dispuestas a cotejar, conflictivamente a ratos, la opinión o el sentir ajeno.

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Lo sagrado profanado

Graciela Guerrero (Primer Premio FAAL 2006 y 2007 – Tercer Premio Salón El Comercio 2007) ha venido explotando en su trabajo el potencial significante que ejercen diversos sistemas de símbolos cuando son desplazados fuera de sus canales habituales de circulación. El uso del acervo iconográfico del cementerio guayaquileño para ser articulado en “divinas” narrativas murales (en este caso una gran alegoría de la condena y la salvación) es uno de los ejemplos de estos Tránsitos, palabra que remite no solo a las connotaciones mortuorias de las imágenes, sino además a un ciclo histórico de apropiaciones donde la necesidad por lo simbólico se manifiesta mucho más allá de las nociones de arte: estas representaciones han sido derivadas –la mayor de las veces en una síntesis torpe o poco prolija- por pintores populares a partir de estampas que muestran íconos paradigmáticos de la tradición occidental.

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La imagen final, cuyo refinamiento estético ha sido minado en este orgánico proceso histórico, no ha perdido sin embargo su poder generador de devoción, de hecho su existencia cobra vida permanentemente a través del pulso de sus “usuarios”, es decir a quienes llega a afectar con la energía presencial de su talante religioso. En su trabajo Guerrero va a reinscribir estos imaginarios al sistema arte, complejizando los efectos de estos intercambios en el tiempo: el tránsito de estas pinturas desde la “ciudad blanca” –como se conoce a la necrópolis porteña- al cubo blanco supone una revalorización de la gráfica popular pero a un costo nada despreciable, ya que al quitarle el marco de su anterior ordenamiento antropológico el aura del arte va a dar muerte al aura religiosa (¿una simple permuta de culto acaso?).

La lucha y coexistencia entre el bien y el mal que se presenta en el mural titulado Dulce Condena de Guerrero habita en el corazón de la pieza sonora Invocaciones de Gabriela Cherrez (Primer Premio Salón de Julio 2007) la cual unifica en cierta forma el lance entre pecado y redención, partiendo de una traviesa observación que refleja la tensión paradojal de aquella dicotomía. En la obra escuchamos una serie de voces que en un ambiguo éxtasis pronuncian recurrentemente la frase “Oh my God!”. La duda en torno al génesis de este delirio se disipa cuando constatamos que la ráfaga espástica de exaltaciones de lo divino ha sido editada saqueando el audio de películas pornográficas, siendo esta expresión la más comúnmente enunciada para expresar el goce, el rapto, el súmmun del placer animal. ¿Qué ocurre cuando lo espiritual se traslada del territorio de lo sublime al territorio de lo “prohibido”? ¿Contradicción pura entre carne y espíritu o evidencia del dominio espiritual sobre el cuerpo? Excitante, cómica, indignante o perturbadora, la obra no se plantea como una vulgar subterfugio de rebeldía sino que muestra la (i)reverencia en el fondo mismo del inconciente: un desliz celestial sobre el más terrenal de los deseos

Las fuentes simbólicas que usa Guerrero en sus murales se concentran en varios Inventarios, una serie de grandes lienzos en los cuales ordenadamente se representan diversas tipologías datadas de Cristos, Vírgenes, Cruces, Santos, Ángeles y Demonios. Este estudio y clasificación de imágenes revela una suerte de ímpetu arqueológico (archivístico diría Derrida), fruto de una detallada prospección del campo santo que desentierra y revaloriza elementos venidos a menos (las guías turísticas solo celebran la estatuaria de mármol italiano) de uno de los sitios con mayor presencia de la urbe.

Este impulso por recoger la vivencia cultural contenida en sitios emblemáticos de la ciudad es afín a algunos sentidos que encierra la obra de Lorena Peña (Primer Premio FAAL 2004, Mención de Honor Salón de Julio 2006, Premio Revelación Salón de Octubre 2006), en su caso hurgando en la memoria social que fantasmagóricamente yace en las profanadas ruinas de una de las escasas edificaciones señoriales que quedan en Guayaquil. Villa Rosita, casa construida en 1935, se ha convertido en un leitmotiv de la artista, quien ha representado su fachada, ciertos encuadres de su interior y ahora una serie de Detalles tanto arquitectónicos cuanto de desechos o rastros de quienes la han convertido en morada temporal: su azaroso destino la sitúa como un elemento que refleja los aspectos más decadentes de la ciudad, albergando prostitutas, proveyendo refugio a indigentes y alternando como guarida de drogadictos, en otras palabras esta casa ha sido contenedor de todo un cuerpo social excluido, y es por esto que su estatus de inmueble histórico encierra la extraña paradoja de que la memoria de lo marginal se imponga sobre su pasado de esplendor y sobre su precario presente patrimonial.

Recientemente la casa, cuya presencia gravitaba de manera preponderante en las dinámicas del barrio, fue tapiada para prevenir el fácil acceso que había hacia su interior. La artista realizó una intervención sobre este muro, dibujando sobre él la cerca de hierro que ornamentaba su frente. Un registro en video de esta acción acompaña la serie de pinturas y acentúa el carácter de acta testimonial que estas tienen.

Shiny happy paintings!

Las imágenes que reproduce Peña están hechas con rutilante escarcha de vívidos colores, un método contradictorio para representar su deteriorado estado. Este material brillante que connota alegría o la inocencia de una temprana edad nos puede hacer pensar en Villa Rosita como un payaso triste, el rostro maquillado de un Otro que mira con cierto escepticismo todo el despliegue de regeneración urbana de su entorno, el cual ahora contrasta aun más con su propia condición decadente e inminente desaparición, convirtiéndose en un monumento de infidelidad, desfachatadamente travestido, ante la ortodoxia a ratos fundamentalista del nuevo modelo de orden ciudadano.

El uso del cómic en el arte nos remite invariablemente a la obra pop de Roy Lichtenstein, quien con frecuencia representó mujeres emocionalmente vulnerables, desvalidas o en situaciones de apremio, en suma eran personas contentas con el rol que le asignaba la sociedad masculina. Este artista no las inventó, sino que las apropió de ilustraciones emanadas de la cultura de masas, eligiendo los estereotipos de los tempranos sesentas que mostraban la codificación social de la mujer como ornamento. Es aquí donde encuentro un contraste interesante con las pinturas de Cherrez, donde existe un cambio sustancial en las representaciones de la cultura popular: las mujeres aparecen inmersas en una actitud que –manifestando el componente libidinal de su naturaleza- llega a ser dominante.

Las obras de esta artista comparten la atractiva y colorida visualidad de los ramplones cómics que apropia; estas revistillas que son empleadas como fuente visual y narrativa presentan viñetas escritas por hombres que fantasean con una voluptuosidad femenina y una voracidad sexual acorde, propio de los guiones que promueve la industria porno. Cuando Cherrez hace suyas estas imágenes –pintándolas sobre azulejos (¿de baño?¿de cocina?) con esmalte de uñas- está reclamando la autoría de las mismas para la mujer, invirtiendo entonces sus sentidos: lo que las primeras generaciones de feministas –las anglosajonas de clase media que desarrollaron un feminismo monocultural desde el primer mundo- podían asumir como una cosificación sexual del género puede ahora tornarse, sin que la obra ni la artista se tomen muy en serio a sí mismo, en un gesto de empoderamiento, desde un lugar marcado por la diferencia de su contexto, donde la mujer pareciera estar en total control del goce de su cuerpo. La obra propone una mirada contraria a actitudes represivas y conservadoras sobre la sexualidad; esta perspectiva –por la cual la radical activista anti-porno Andrea Dworkin (1946-2005) se revolcaría en su tumba- aparentemente trasmutaría el supuesto componente misógino y degradante de las revistas que usa como referencia, recordándonos algunas vertientes sex-positive del feminismo de comienzos de los ochenta, definidas como “pro-sexo”, “sexual radical” o “sexual liberal”.

Estas tres artistas están actuando justo en los pliegues de una realidad social que es fluida e inestable, en ese intersticio donde a través de aproximaciones experimentales se logra la expansión, liberación o violación de las normas que la rigen…observándola, cuestionándola, increpándola…siendo infieles a las dinámicas que la determinan y le dan forma.

-Rodolfo Kronfle Chambers

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