Nov.17-Dic.8’17

Wilson Paccha: el árbol torcido del arte ecuatoriano

Se puede caer en el error de pensar que la obra de Wilson Paccha está suficientemente perfilada y que las palabras alrededor de esta llueven sobre mojado… pero no se puede acotar fácilmente los delirios de una imaginación pérfida. Me encuentro frente a la postal de su nueva muestra y veo una coneja que usa una zanahoria como consolador brincando en un jardín cuyas flores no son más que el relámpago que atravesaba el rostro de David Bowie, un mítico referente de la cultura pop. La descarga iconográfica que rodea el conjunto es abrumadora y entre nuevos elementos reconocemos símbolos propios de la mitología pacchiana: ovnis, dientes podridos, horripilantes protuberancias; resulta evidente que no intenta agradar cuando elige pintar una cabeza con oreja de coliflor.

Resulta curioso y contradictorio que, siendo el portaestandarte de una estética réproba, sea sin embargo uno de los artistas más coleccionados del país. En alguna digna pared terminará el autorretrato llucho en que parece haber expulsado un fidget spinner del ano (¡y gira!). O aquel (parte de los elementos que componen la pieza “Diario de un cromatólogo”), en que igualmente acuclillado, en bolas y al fresco, ha defecado un desmesurado mojón, enroscado piramidalmente, salpicado con chispitas de óleo multicolor, y que ha sido detectado como objeto de interés por el escáner lumínico de un platillo volador. Alienígenas, heces fecales y el pincel con que se limpia, pintado todo sobre una “Gallery Guide” de 1994. En este contexto me urge aligerar el tono, mencionando el cielo celeste con nubes como copos de algodón. (Releo las líneas previas y me pregunto por los límites de lo posible en una descripción si lo que intento es hacer un ejercicio de valoración seria).

El estudio de la obra de Paccha resulta central para los más diversos temas en el arte ecuatoriano, y se extiende desde la crítica institucional (su ya legendaria bronca hacia los refinamientos conceptualistas), el desnudo y el erotismo, la escatología, la cultura popular, la representación del yo, el paisaje y la naturaleza, el ensamblaje, el arte objeto, y otros potenciales etcéteras. Pero lo más interesante, para mí, son los rasgos sociológicos y psicológicos que lo atraviesan todo, algo aparentemente indivisible entre obra y persona: Paccha y su escenificación –en versados caprichos estilísticos de figuración- de un excéntrico santoral o bestiario de alter egos multiformes: de samurái a fauno, del “vampi” -superhéroe trucho hipersexual- a abejita polinizadora, a “fan fatale” de Messi y más allá. Aquel autorretrato con casco de sandía y penacho de legionario romano, ceja rota y garrote en mano, calzoncillo leopard print y chanclas, topless mostrando su trademark de tres pezones, brazo flechado y sosteniendo –en un rapto esquizoide- la cabeza de un cíclope punk con cornamentas, escoltado por su rabioso can Cerúleo mientras arde el horizonte es, sin más, un delirio con sabrosísimo retrogusto kitsch. Algo sin par. En extremo alucinante. Tarea ya para el psicoanálisis; tan insondable como los imbricados entresijos en las cavidades corporales en que se delecta.

El programa pictórico de esta etapa, ya madura, es de armas tomar: una inmisericorde abducción visual que, poblada de códigos y febriles relatos, lo convierten -¡que don Eduardo me perdone desde el más allá por este arco asociativo extravagante!- en el simbolista más barroco desde Solá Franco.

“Sazóname la nutria”

Tenemos años en que el discurso de la corrección política ha venido modelando -y secuestrando- lo que se puede o no expresar en la esfera pública, cínicamente a contrapelo de las realidades que son más dura que una roca. La obra de Paccha se da de quiños con las reglas de etiqueta verbal con que se describe y encorseta al mundo de hoy, y muestra e insinúa con violento humor aquello que está ahí, que existe y que se prefiere no mencionar.

El trabajo resume una actitud de virilidad lasciva, y morbo atropellado, para entender el cortejo que es condenada, pero que, guste o no, forma parte consustancial de la masculinidad del ecuatoriano promedio (¿recuerdan el sketch cómico de Moti y Pescado?). ¡Tema candente en las agendas académicas! Su obra –renegada y alevosa, repulsiva y magnética a la vez-, encierra una mirada desbocada y concupiscente hacia las ninfas –novias reales o fantaseadas- que son acariciadas con mente, brocha y palabra, algo que no hace sino reflejar rasgos culturales que no se pueden tapiñar con un dedo, o barrer bajo la alfombra de protocolos de comportamiento bienquerientes. Me aventuro incluso a encontrar un punto donde converge la voracidad insaciable del Vampi con una leyenda andina que circula desde la conquista (de esas que consumimos en la escuela para reforzar aquello de la identidad), la del Chuzalongo (“niño seductor y perverso”, en quichua), una criatura de “rasgos humanoides” y desenfrenado apetito sexual que carga al hombro su gigantesco pene.

Vale situar esta encrucijada conceptual, que en el sentido de resistencia cultural encierra su trabajo, como materia de discusión más que pertinente en los tiempos actuales; desentrañar las implicaciones que de ella derivan, a la luz del orden y buenas prácticas sociales que aspiran los feminismos radicales, no es asunto fácil. El universo de Paccha, hipertrofiado de artilugios visuales, muestra algo que resulta un verdadero prodigio: la habilidad de literalmente cagarse en la tapa de la escena y salirse con la suya.

Rodolfo Kronfle Chambers
Guayaquil, 10 de nov. de 17

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